1000 y 1 platós (teatros y audiencias de Tete Alvarez)


José Luis Brea

 


Puede que el más radical trabajo abordable (hoy) consista en esto: en multiplicar sin límite los escenarios, los nodos de la red que dispersan –constituyéndola bajo otra ley, sometida a otra dinámica- la esfera pública, las fábricas del tejido que la conforma. El trabajo a n+1 enfrenta otros regímenes, introduce en la ecuación de lucha lo desconocido, el margen de lo imponderable. No trata con lo ya sabido, distribuyendo la economía de fuerzas en ordenamientos prefijados, no define su contestación en términos de antagonía. No establece falsificadas divisorias nítidas, sino un trabajo en fuga, una operación que abre el teatro -sea el de la guerra, sea el de la representación- hacia un espacio más, siempre uno más. Así, nunca se gana –pero ganar sería perder, ocupar el lugar del enemigo, convertirse en él- ni puede predicarse haber derrocado algún ancién régime: simplemente se instaura, en cada ocasión, un desplazamiento sobre el locus precedente, induciendo en él un desvío, una desterritorialización.

Acaso el arte contemporáneo se enfrente hoy a una de las tesituras más cruciales que nunca han definido su epocalidad: una que permitiría postular un corte profundo que lo deslinda de su historia reciente. Podríamos formular esa transición precisamente en términos de crisis de la prefiguración antitética. Llevada a su histéresis fatal, la clásica ecuación que ha templado la forma del arte característica del siglo 20 toca a su fin. Su figura empieza a revelarse demasiado deudora de la propia economía que pretendía evacuar: la del arte autónomo. A la postre, la tipificación antagónica repone el mismo estatuto escindido, postula el mismo grado de exterioridad: desde la distancia de un plano irreal (heurístico-atópico) confronta la estructura de lo efectivo oponiéndole una narración otra. Pero para ello está obligada a seguir sosteniendo la presuposición de la autonomía, de la no correlación entre las ontologías de lo real y la representación. O lo que es lo mismo: está condicionada a no percibir que lo que toma como “relato otro” no es más que la expresión diferida, derivada, del estado de cosas efectivo, la pauta cultural característica de un estadio específico de las condiciones de producción, la ideología –y no la contraideología- de una época dada.

El trabajo de Tete Álvarez acepta otro orden de compromiso, se plantea en ese régimen de envolvimiento recíproco en que trabajo real y producción de imaginario se reconocen como momentos tensionales de un proceso continuo, sin rupturas. La recurrencia al estatuto escindido del arte se deja atrás, como rémora de una época en que la alianza de producción simbólica y poder permitía esa consagración de espacios separados, ajenos al orden de la normalidad de vida (y, debemos añadir, previos a la conquista de lo real por parte de la masa, del hombre ordinario y carente de poder específico, y por tanto de identidad preconstituida). Hoy, la colisión de los procesos de producción simbólica y producción tout court, de economía y cultura, conjura decisivamente esa transición del arte a su estatus difuso, inseparado, confundido y diseminado en una constelación de prácticas generadoras de, en el mismo golpe de dados, riqueza e intensidad, trabajo y vida psíquica, valor económico y formación de la identidad. El cambista o la nueva economía es, por ejemplo, una obra que refleja el interés del artista por indagar los misterios de ese nuevo modo de la transustanciación que es la intercambiabilidad ilimitada de valor simbólico y económico. El escenario de ese nuevo ritual secularizado es bien puesto en evidencia: el del flujo de la información, el de la convertibilidad instrumental de toda producción en la sociedad del conocimiento –al cero y uno que signa su estatus material último en la era de la telemática.

Sugeriría que en este marco hay una tensión límite que el trabajo de Tete Álvarez explora con particular insistencia, y ello -digamos- en dos instancias o economías. La tensión a la que me refiero es la de la desespacialización característica de la experiencia de lo artístico y la lógica de la representación en esas sociedades de la información distribuida, y las dos economías en cuanto a las que este trabajo indaga su presión son, por un lado, la de la propia ontología del significante y su modo (y “lugar”) de acontecimiento, y por otro la de las lógicas de la distribución y recepción que organizan su nueva economía social.

Por lo que a la primera se refiere, diría que ese tensamiento problemático de la relación espacio-tiempo es seguramente el quid más característico de estas series recientes. La irrupción de la imagen técnica problematiza la dimensión tiempo de las economías del significante, desplazando para siempre las presuposiciones de estaticidad vinculadas a un orden de la representación consagrado –en su espacialización característica- a la destemporalización del signo visual, a la proclama implícita de su darse como si sustraído al acontecer, al durar, al ser dejando de ser. La imagen técnica devuelve el significante –y el orden de la representación- al territorio de lo que acontece, de lo que dura y transcurre, y el trabajo de Tete Alvarez tiene el mérito de indagar este carácter acontecimiento de la imagen precisamente allí donde parece menos obvio: en las proximidades del instante, de ese tiempo-cortado que como tiempo-ahora (o tiempo cero) suspendido se consagra para lo eterno en la identidad a sí. En el trabajo de Tete Alvarez, en cambio, se muestra cómo esa aproximación cronofotográfica al tiempo-mínimo no desemboca nunca en la epifanía de algún tiempo-eterno, sino al contrario en la efimeridad inapresable de un tiempo infinitesimalmente cortable y por tanto (y como la distancia entre Pericles y la tortuga en la célebre paradoja zenoniana) en permanente evanescencia. Son los propios dispositivos de opticalidad –dispositivos técnicos de medición y captura de ese microtiempo de la millonésima de segundo, del tiempo infradelgado- los que producen ese tiempo como un tiempo homogéneo y estabilizado, pero en su captura y reproducción se excusa cualquier deslizamiento de ese tiempo hacia la eternidad permanente –del célebre instante logrado. No hay entonces consentimiento con la induración, con la permanencia de lo intemporal. Estamos pues de lleno (incluso en las fotografías) ante un time-based art, y eso fuerza que hasta la economía de su presentación en el espacio resulte condicionada a tal priorización: es el tiempo el que produce el espacio (no el espacio el que congela al tiempo). Los espacios representados presionan a los propios espacios de presentación, haciéndolos aparecer como economías de instante, de tiempo móvil, como gestaciones de la imagen tiempo. Las salas de proyección no preexisten, en cierta forma, a estos trabajos (la oscurización de las salas de video proyección se carga de sentido, en esa medida) sino que justamente son producidas por ella. No son sus contenedores, sino –digamos- su producto, el producto justamente del movimiento de la imagen –o, si se prefiere, del acontecer de la propia imagen tiempo, que es puesta no tanto como “lo representado” sino más bien como un operador productivo, como una máquina generatriz, como una imagen que si es tiempo lo es porque ella misma lo genera –nunca lo suspende.

En tanto esa “producción de espacialización” es puesta por la propia efectividad de la imagen-tiempo (pensemos en el nadador que produce el locus preciso que ocupa en la piscina, los corredores que producen la línea en la que están en su pista o el hombre ordinario que a través de la foto-finish accede al tiempo límite de la sucesión infinita de momentos de su acontecer vital) el trabajo se implica inevitablemente en la gestión de su propio y autónomo dispositivo de presentación (insisto: la vídeo proyección no es aquí tanto un recurso de re-presentación cuanto un operador de espacio generado por la propia imagen). Entraríamos así en esa segunda instancia o economía en que el trabajo de Tete Alvarez explora la tensión de desespacialización propia de la lógica de la representación en esas sociedades de la información distribuida. Asume así algo que constituye un segundo límite de radical desterritorialización para la forma hasta ahora característica de la experiencia de lo artístico, puesta ahora por la metástasis virulenta de los escenarios de la recepción. Si en su condicionamiento espacializado las mediaciones clásicas de la producción artística propiciaban una recepción simultánea y colectiva, en la tensión desespacializadora se juega su revocación radical a favor de una recepción definitivamente dis-simultánea y como tal dando forma a un nuevo modo de colectividad, no homogeneizada en la percepción sincronizada, sino en la dispersión del uno a uno, de la multiplicidad no homologada.

El espacio de presentación se convierte, en el camino, en su propia mediación, se actualiza como canal de distribución que apela a otras configuraciones multiplicadas de la audiencia, de las audiencias. Se cierra ese horizonte de la recepción universalizada que caracteriza el régimen de una estética prefigurada en la utopía del ecumenismo ilustrado, de la Humanidad unificada (y homologada, por tanto). Aquí, los canales se dispersan en un tejido de redes capilarizado de infinitas direcciones, de multiplicadas desembocaduras. Apartado del gran canal, del main stream, los modos de esta comunicación se expanden sin postularse un receptor universal, homogéneo, sin parametrarse en la advocación de un gran teatro unificado. Cada teatro tiene su audiencia, advierte Tete, y seguramente la apuesta más radical de su trabajo reciente consista en ese aventurarse al juego de la multiplicación de los platós, de los escenarios, denegando todo derecho de imposición a las magnificadas potencialidades centrípetas de las Grandes Máquinas productoras de masa, a los grandes mediaciones –museos, media- generadores de audiencias homogeneizadas.

En ello nos acerca seguramente a la conquista de una nueva autonomía –para los modos de la construcción de lo público- anticipándonos el régimen que su nuevo acontecer en el contexto y régimen de una circulación distribuida del saber, la información y el conocimiento, sentenciará muy pronto como la irrevocable modulación de la forma y función de la experiencia artística en las sociedades avanzadas.